La primera publicación de este cuento fue en la revista New Worlds, en el número 88 (noviembre de 1959), y fue incluida más adelante en los compilados The voices of time and other stories (1962) y The day of forever (1967). La traducción al español se debe a Carlos Gardini, que propuso el título "Zona de espera" en su trabajo publicado en los libros Las voces del tiempo (Minotauro Argentina, 1978) y El día eterno (Minotauro España, 1994).
Para muchos críticos se trata de un relato atípico de Ballard, aunque presenta elementos en común con ficciones posteriores como "The voices of time", y también cierto sabor kafkiano (nunca sabemos qué es lo que se espera en la zona) que podría vincularlo a cuentos como "Ciudad de concentración". Lo atípico de "The Waiting Grounds", en todo caso, asoma ante todo por su ambientación en a) el futuro lejano, b) en un planeta exótico. Podría pensárselo como un ejemplo del género "arqueología extraterrestre" (como Prometheus, por ejemplo), y por sus ruinas alienígenas se lo ha comparado a ficciones de H.P.Lovecraft. La trama involucra a unos geólogos que trabajan en una estación minera en un planeta desértico y caluroso; uno de ellos descubre accidentalmente una gran extensión nivelada artificialmente en la que aparecen monolitos (un poco al estilo de la posterior 2001, cabría pensar) que muestran nombres de planetas y fechas; pronto entendemos que se trata de mundos en los que ha surgido la vida inteligente: todas esas especies han llegado a este planeta y grabado su "firma" -por llamarla de alguna manera- en los monolitos. Llegado el turno de los seres humanos, el protagonista experimenta una suerte de viaje (una vez más, no del todo diferente al de 2001) en el que el tiempo se acelera de modo tremendo. Y aquí se vuelve fácil distinguir una marca ballardiana: el tiempo se acelera porque las civilizaciones alienígenas, para acompasar los viajes primero dentro de la galaxia y luego a través de todo el universo, hacen bajar el tempo de sus consciencias de modo que en lo que experimentan como un segundo transcurran miles o incluso millones de años de "tiempo normal". Así, el protagonista accede a toda la evolución futura del universo.
¿Pero qué es lo que se espera? Nunca queda del todo dicho. Podemos especular, por supuesto: si postulamos una vinculación de este cuento con "The voices of time" (que incorpora también una cuenta de tiempo) cabe pensar que se está esperando el final de todas las cosas, el agotamiento del tiempo. En cualquier caso, sea lo que sea lo que se espera, la idea de dilatación del tiempo y de consciencia del tiempo que le queda al universo (cuando uno espera es especialmente consciente del tiempo y, además, es fácil sentir que el tiempo -al contrario que en este cuento- se enlentece) crean, hacia el final de la historia, un clima que es fácil de calificar como ballardiano.
El cuento tiene otro detalle interesante: en la colonia minera abundan los libros sagrados: Biblias de diferentes traducciones, el Corán, el Talmud, los Upanishads. Evidentemente, todos estos textos incorporan de alguna u otra manera la idea de un contorno del tiempo: para el judaísmo es la llegada futura del mesías, y para el cristianismo la parusía -o segunda venida de Jesucristo-, que señala el fin de la historia. Además, en los Upanishads, textos filosóficos fundamentales al hinduismo, se habla de los largos eones del sueño de Brahma -que es el universo- y del tiempo sin sueño del dios. Esas pautas o ritmos contribuyen al entramado conceptual del cuento, pese a que no se ensaya desde la narración o desde los discursos de los personajes una conexión más literal.
Quizá cabría afirmar que "Zona de espera" es una de las obras maestras ocultas del Ballard temprano. No porque se trate de un cuento de especialmente buena factura (es fácil, quiero decir, encontrar trabajos "mejores" en ese sentido, al que le interese esa manera de leer desde un conjunto de normas del buen hacer narrativo) sino porque, desde su alejamiento de la zona cómoda del autor, se las arregla para volverse sugerente y fascinante. En mi experiencia personal, al menos, me conmovió especialmente la primera vez que lo leí, allá por 1994. El deplorable producto de esa fascinación se tituló "Las infinitas muertes del sol" (titulo chapucero que quiso sonar ballardiano), y fue publicado en número tres de la revista Diaspar.